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sábado, 20 de junio de 2015

Con ganas de más

El sexo es simplemente ser cavernícolas, animales. Es la pura atracción física, el deseo, las ganas de reproducir o simplemente saciar la sed corporal; es enfriar el cuerpo hirviendo que está ardiendo en llamas. Pasa todo rápido. Y así como pasa se hace ceniza y se evapora en el tiempo sin dejar ni un rastro. Pero cuando hay amor, cuando hay amor todo cambia. El hacer el amor es consecuencia de esos sentimientos ilimitados aflorando por todo tu ser y que ya no encuentran forma de demostrarse; ya nada es suficiente, necesitás cada vez más hasta llegar a unir los cuerpos entre mil besos y caricias, hasta llegar a convertirse en un solo cuerpo. Es amar hasta el infinito. Es sentirse vivos. Amados. Felices. Amar a alguien es ir lento, tan lento que pones a prueba tu capacidad de sentir. Querés llegar hasta límites insospechados, pero no querés que termine, querés que dure, que sea eterno.

A primera vista tuve esas ganas abrazarlo, de aferrarme a él y que no me dejara escapar. Fue todo cuestión de miradas. Me cautivó. Tuve la necesidad de hacer contacto corporal pero no quería apresurarme, prefería que todo se diera a su tiempo. Poco a poco nos fuimos conociendo y lo aprendí a querer; tanto que me empecé a enamorar, enamorar como nunca antes me había pasado. Era verlo reír y que los hoyuelos que se le formaban me provocaran una sonrisa, que el sonido de su risa me acelerara los latidos del corazón.

Un día me invadió el impulso y besé su mejilla; y amé hacerlo, era otra forma de demostrarle que lo quería. Él comprendió que quería ir despacio y creo que por eso no atinó a buscar mi boca. Cada vez que al verlo me surgía una montaña rusa en mi estómago, me acercaba y le daba pequeños besos en ese rosado y suave rostro. Él tan sólo lo aceptaba. Y de vez en cuando sus manos se ubicaban en mi espalda, así sin más, quietecitas, cómodas, firmes. En el instante parecía bastar, parecía suficiente; pero luego ambos nos quedábamos con ganas de más.

Era una tarde cálida junto a su compañía. Me encontraba dándole besos cortos en sus mejillas cuando su aliento me quemó, provocándome una revolución interior. Frené y me encontré con su mirada, esa mirada transparente que reflejaba amor; me quedé inmóvil, perdida en esos ojos tan intensos. Y fue él quien colocó lentamente sus manos debajo de mi largo cabello, agarrando mi cuello con delicadeza y cortó con la distancia, uniendo nuestros labios. Me dejé llevar por ese beso lento y dulce que me transportaba hacia otro mundo, en el que no existía más nadie que nosotros dos. No quería separarme de sus labios. Sus besos eran adictivos. Tan adictivos que asustaba.

El deseo de tocarlo aparecía con más intensidad en cada uno de nuestros encuentros, haciendo más difícil mantener el control. Otro día mientras nos besábamos con ternura avanzamos un nivel más. Sus manos se perdieron por debajo de mi remera naufragando cada parte de mi espalda, erizándome la piel. Necesitaba más. Y él también. Pero la lentitud hacía la magia, la pasión; el amor corría a más no poder por nuestras venas. Nos seguíamos besando y solo le permitía acariciarme la espalda mientras yo lo pegaba más a mi cuerpo entre besos cortos y largos, y de vez en cuando le mordía el labio inferior. Una sonrisa en el medio de tanto amor, una mirada de complicidad era todo lo que me hacía feliz.

Nuestros dedos entrelazados se soltaron y nuestras manos buscaban acariciarse, mientras que mi mirada se encontraba con la suya y se hablaban en ese idioma tan particular que sólo nuestros corazones comprendían. Su dedo índice subió lentamente por mi brazo pero yo salí corriendo divertida, provocando que él me siguiera, y que al alcanzarme, cayéramos sobre las hojas otoñales. Me reía a carcajadas y él aprovechaba a hacerme cosquillas porque amaba el sonido de mi risa, y yo lo amaba a él. Un dolor de panza me hizo frenar y sus ojos iban de mi boca a mis ojos. Pronuncié en silencio un “te amo” y sus labios capturaron en un instante los míos. Necesitaba más. Dejé que mis dedos se perdieran en su nuca; él comenzó a dejarme besos húmedos en el cuello y yo aferré su pelo con fuerza, deseando un poco más. Me dio nada más que suaves besos, y lo hacía con ternura.

Una noche fría nos encontró hablando de la vida mientras reíamos y comíamos algo. Hicimos sobremesa con champagne, y el clima nos llevó a bailar un vals. Nuestros labios no tardaron mucho en unirse. Al separarnos sentí sus ojos sobre mi vestido apretado, mirándome con deseo. Deslizó muy lentamente las yemas de sus dedos por mis brazos, y cerré los ojos. Llegó a mis manos y capturó una de ellas llevándosela a su pecho para que pudiera sentir los latidos de su corazón; galopaba al mismo ritmo que el mío. Volvió a ocuparse de mis labios, los besaba despacio y con dulzura. Yo llevé mis manos a su espalda y lo apreté más a mi cuerpo. Me susurró en el oído que me amaba con locura; sonreí mientras sus manos se deslizaban hasta llegar a mis muslos y se perdían suavemente por debajo del vestido, buscando deshacerse de él. Le desabroché la camisa y pude entrar en contacto con su piel caliente.

Nuestros besos fueron siendo más apasionados y nuestros cuerpos comenzaban a elevar temperatura. Pero no dejábamos de hacer todo despacio y suavemente. En un sinfín de besos y caricias me acostó sobre la cama. Nos fuimos desprendiendo de todo el resto de la ropa que iba sobrando. Sentía sus labios tibios por cada rincón de mi piel; sin embargo intuía que no iba a calmar mi sed totalmente, sabía que estábamos jugando con fuego pero aún no era tiempo de quemarnos por completo. Sus ojos en llamas entraron en contacto con los míos y acaricié sus mejillas al mismo tiempo que se acercaba para besar mi boca con pasión. Deslicé mis manos sobre su espalda y le clavé las uñas pidiéndole más. Antes de que pudiéramos sobrepasar todos los límites, se alejó de mi cuerpo y se vistió. No me cabía más amor en el cuerpo. Y quería, quería tocarlo más.




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